Desde mi punto de vista, ofrecer disculpas por los abusos cometidos durante la conquista de América no significa juzgar el pasado con los ojos del presente, sino reconocer hechos históricos que marcaron profundamente a los pueblos originarios y cuyas consecuencias aún persisten en muchos aspectos de nuestra sociedad. La conquista no fue simplemente un encuentro de culturas, como a veces se quiere presentar, sino un proceso violento que resultó en la destrucción de civilizaciones enteras, la muerte de millones de personas y la imposición de un sistema colonial que marginó a las poblaciones indígenas durante siglos.
Por eso, me parece válido y necesario que tanto el Estado español como la Iglesia católica reconozcan públicamente los abusos cometidos en ese periodo y ofrezcan una disculpa. No se trata de cargar a las generaciones actuales con la culpa de lo que ocurrió hace 500 años, sino de asumir una responsabilidad histórica que, aunque simbólica, puede tener un gran impacto en términos de reconciliación, dignidad y memoria colectiva.
Algunos argumentan que este tipo de gestos no sirven de nada o que solo reabren heridas. Pero, personalmente, creo que reconocer el sufrimiento de otros es un acto de empatía y de madurez social. Las disculpas no borran el pasado, pero sí pueden sanar y abrir un diálogo más justo sobre nuestra historia compartida. Además, enviar un mensaje claro de que las injusticias del pasado no serán ignoradas puede ayudar a combatir las desigualdades estructurales que aún afectan a los pueblos originarios hoy en día.
En definitiva, pienso que pedir perdón por la conquista es un paso simbólicamente fuerte, pero debe ir acompañado de acciones reales, como la protección de los derechos indígenas y el reconocimiento pleno de sus culturas. Solo así esa disculpa tendrá un verdadero sentido y dejará de ser solo una formalidad.