La actitud de los españoles no solo se vio como un acto de violencia física, sino una profunda agresión simbólica. Al destruir códices, documentos y formas de expresión autóctonas, se intentó borrar la memoria colectiva de civilizaciones complejas como la mexica, la maya o la inca. Este acto no fue meramente ignorancia o fanatismo religioso, como a veces se simplifica, sino una estrategia de dominación: al suprimir la palabra escrita, se mutiló la posibilidad de resistencia, de transmisión de saberes, de identidad cultural.

Fue un crimen contra la historia y contra el derecho de los pueblos a narrarse a sí mismos. Quemar códices no solo destruyó libros, sino siglos de pensamiento, de ciencia, de cosmovisión. Paradójicamente, esa destrucción reveló el temor que el colonizador tenía frente al poder de la palabra indígena: sabía que en ella habitaba una fuerza capaz de desafiar su hegemonía. El resultado fue un silencio forzado, pero no absoluto, porque muchas de esas voces sobreviven hoy en la tradición oral, en las lenguas originarias que resisten, y en los esfuerzos por recuperar lo que el fuego no alcanzó.