Una vez, en el colegio, una de mis amigas se acercó a contarme que se sentía muy agobiada por la presión de las tareas y algunos problemas en casa. Al principio, no sabía bien qué decir, pero decidí escucharla con atención, sin interrumpirla ni juzgarla. La miré a los ojos, asentía con la cabeza y le hice preguntas suaves para que sintiera que podía seguir hablando.
Noté que mientras hablaba y se sentía escuchada, su tono de voz bajó y comenzó a relajarse. Al final, me dijo que se sentía mucho mejor solo por haber podido desahogarse.
Esa experiencia me hizo entender que escuchar activamente puede ser más valioso que dar consejos, y que a veces, solo estar presente y prestar atención es suficiente para ayudar a alguien.