Recuerdo una ocasión en la que uno de mis amigos estaba pasando por una situación difícil en su familia. Me buscó para conversar, pero más que dar consejos, decidí escuchar activamente: presté atención a todo lo que decía, evité interrumpirlo y traté de comprender no solo sus palabras, sino también sus gestos y emociones. Hice preguntas para aclarar lo que no entendía y para demostrarle que realmente me importaba lo que estaba compartiendo.
Gracias a esa escucha activa, mi amigo pudo desahogarse por completo y al final se sintió mucho más tranquilo. Me agradeció por haberlo escuchado sin juzgarlo ni apresurarlo. Eso fortaleció nuestra amistad.