Los medios de comunicación juegan un papel fundamental en la política actual. No solo se encargan de informar, sino que también moldean la agenda pública y afectan cómo los ciudadanos perciben la realidad. Actúan como un puente entre el poder político y la sociedad, pero su independencia y sus intereses económicos les otorgan la capacidad de legitimar o deslegitimar a ciertos actores y políticos.
Con la llegada de la digitalización, su influencia ha crecido aún más: las redes sociales permiten una comunicación más directa, pero también abren la puerta a la manipulación masiva, como se ha visto en la campaña de Marcelo Ebrard en México, donde se combinan estrategias de interacción digital con una gestión controlada de los mensajes. La lógica de los medios tiende a priorizar el espectáculo y la polarización, simplificando debates complejos en enfrentamientos simplistas. Tanto los medios tradicionales como los digitales suelen centrarse en la personalización de la política, centrándose en escándalos o figuras carismáticas en lugar de en propuestas concretas.
Esto debilita la deliberación democrática y convierte al ciudadano en un simple consumidor de relaciones, mientras que grupos de poder aprovechan las plataformas para difundir información falsa, como se observa con noticias manipuladas que distorsionan encuestas electorales. La solución radica en exigir transparencia y responsabilidad social a los medios, fortaleciendo regulaciones que eviten la concentración de poder y la desinformación.
Sin embargo, encontrar un equilibrio es complicado: cualquier medida debe evitar caer en la censura y preservar la libertad de expresión. Por su parte, la ciudadanía necesita desarrollar un pensamiento crítico para distinguir entre información verificada y manipulación, especialmente en contextos electorales donde la integridad democrática depende de una esfera pública plural y bien informada.