Cuando se habla de la conquista, a veces se olvida que no solo fue una invasión de tierras, sino también un intento brutal de borrar todo lo que formaba parte de la identidad de los pueblos. Los españoles no llegaron con intención de convivir ni de aprender del otro, es decir, con buenas intenciones. Si no que llegaron con la idea de imponer su cultura, idioma, ideologías, etc., como la única válida, y eso incluyó acabar con cualquier forma de expresión literaria o artística que no les pareciera “civilizada”.
La destrucción de textos, mitos, cantos, y todo tipo de saber que circulaba oralmente o estaba plasmado en códices y símbolos, fue algo hecho con plena conciencia. No fue un accidente, fue una estrategia. Ellos sabían que si destruían la forma en que una cultura cuenta su historia y su mundo, la dejaban sin raíces y los volvían vulnerables. Porque no estamos hablando solo de papel quemado o templos destruidos, sino de una cultura que fue reprimida a la fuerza.
Lo más triste es que muchas de esas expresiones literarias ni siquiera llegamos a conocerlas. Fueron borradas antes de que pudieran resistir el paso del tiempo. Entre todo lo destruido estaban: poemas, leyendas, formas distintas de ver la vida y de explicar el universo. Y todo eso fue reemplazado por un discurso único, religioso y europeo, que no daba espacio a lo diferente.
Pero, a pesar de todo, hay que reconocer algo poderoso: no lograron acabar con todo. Muchas historias sobrevivieron gracias a la memoria oral, a la terquedad de quienes se negaron a olvidar. Hoy, muchas comunidades están recuperando esas voces y devolviéndoles el valor que siempre tuvieron. Y eso es una forma de resistencia.