El cuerpo humano no almacena proteínas de manera significativa como lo hace con los carbohidratos (glucógeno) o los lípidos (grasa). Esto se debe a que las proteínas tienen funciones vitales estructurales y metabólicas —forman tejidos, enzimas, hormonas e inmunoglobulinas—, por lo que su uso es constante y no están destinadas a servir como reserva energética (Murray et al., 2018). Cuando hay un exceso de proteínas, los aminoácidos se degradan: el grupo amino se elimina como urea y el esqueleto carbonado se convierte en glucosa o grasa. Este proceso es energéticamente costoso y genera amoníaco, un subproducto tóxico (Guyton & Hall, 2016).
Durante ayunos prolongados o en enfermedades catabólicas como el cáncer, el organismo recurre a la degradación del músculo esquelético para obtener aminoácidos y mantener funciones vitales como la gluconeogénesis. Esto produce pérdida de masa magra, debilidad e inmunosupresión (Nelson & Cox, 2021). Además, las citocinas inflamatorias (TNF-α, IL-6) inhiben vías anabólicas como mTOR, agravando la pérdida muscular.
Desde una perspectiva evolutiva, la falta de almacenamiento proteico refleja una estrategia orientada a conservar las funciones esenciales del cuerpo. Por ello, es crucial mantener una ingesta proteica adecuada y fraccionada, especialmente en situaciones de estrés metabólico o enfermedad (Murray et al., 2018; Nelson & Cox, 2021).
Bibliografìa
Guyton & Hall, Tratado de fisiología médica, 2016.
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Murray et al., Bioquímica de Harper, 2018.
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Nelson & Cox, Lehninger Principios de Bioquímica, 2021.