Después de ver el video y pensar en todo lo que he vivido durante mi práctica preprofesional, no puedo evitar sentir una mezcla de esperanza y preocupación. Esperanza, porque veo que hay niños y niñas con ganas de aprender, con sueños, con una energía que contagia. Pero también preocupación, porque muchas veces ese entusiasmo choca con una estructura educativa que sigue siendo rígida, desigual y, en muchos casos, ciega ante la diversidad que habita en el aula.
He visto cómo algunos estudiantes se esfuerzan por adaptarse a un sistema que no fue pensado para ellos. Que no reconoce su lengua, sus costumbres, su forma de ver el mundo. He escuchado a niños callar sus historias por miedo a no ser entendidos o valorados. Y eso duele. Duele ver cómo la escuela, que debería ser un lugar de encuentro, puede convertirse en un espacio de silencios impuestos.
Como futura docente y ciudadana, no puedo quedarme indiferente. Siento que mi compromiso no es solo enseñar, sino también aprender con humildad. Escuchar las voces que históricamente han sido silenciadas. Reconocer que la verdadera educación no impone, sino que dialoga. Que no uniforma, sino que celebra las diferencias.
Aportar a una interculturalidad crítica implica mirar con otros ojos, con ojos que no juzguen ni comparen, sino que abracen la diversidad. Es preguntarme todos los días: ¿Qué puedo hacer yo, desde mi pequeño lugar, para que cada estudiante se sienta visto, escuchado y valorado?
La respuesta no es sencilla, pero sí comienza con pequeños gestos: con una palabra en lengua originaria que valida una identidad; con una actividad que incluya los saberes de la comunidad; con una actitud de respeto genuino hacia lo diferente. Es en esas acciones cotidianas donde se empieza a tejer una educación más justa, más humana, más nuestra.
Creo profundamente que otro mundo es posible, y que la escuela puede ser ese lugar donde las culturas se encuentren sin miedo, donde se construyan puentes y no muros. Pero para eso, necesitamos docentes comprometidos, sensibles, conscientes. Y ese es el rol que quiero asumir. No desde la perfección, sino desde el compromiso de caminar junto a mis estudiantes, aprendiendo de ellos tanto como ellos de mí.
Porque al final, educar es un acto de amor. Y no hay amor más grande que el que respeta, escucha y lucha por un mundo donde todas y todos podamos ser.