Cuando el presidente López Obrador pidió en 2019 y 2021 una disculpa al papa Francisco y al rey de España, muchos se preguntaron si tenía sentido pedir perdón tantos siglos después. Personalmente, creo que sí. No se trata de buscar culpables actuales, sino de reconocer un pasado doloroso que marcó profundamente a millones de personas y cuyas consecuencias aún se sienten en muchas comunidades indígenas. Es cierto que muchas muertes de indígenas se debieron a enfermedades europeas como la viruela, algo que los conquistadores no pudieron prever. Pero también es verdad que hubo violencia, despojo y explotación. Las mitas, los obrajes, el trabajo forzado y la imposición de una cultura extranjera no pueden ignorarse. Una disculpa no borra el pasado, pero sí puede ser un gesto de humildad y empatía hacia quienes aún cargan con ese legado.
A diferencia de lo que ocurrió en otras colonias, como las inglesas, en América Latina no hubo un exterminio sistemático. Las culturas indígenas lograron, en muchos casos, mezclarse con la española, creando un sincretismo único que aún se refleja en nuestra religión, lengua y tradiciones. Esto no elimina el dolor, pero muestra que, pese a todo, la resistencia cultural fue posible.
Pedir perdón no es reabrir heridas, sino reconocerlas. Y solo al reconocerlas podemos empezar a sanar como sociedad. Muchas personas indígenas siguen siendo marginadas, y gestos como este pueden ser un paso simbólico, pero importante, para comenzar a cerrar esa brecha histórica.
Por eso, creo que tanto España como la Iglesia deberían ofrecer una disculpa formal. No como un acto político, sino como un gesto humano, que ayude a dignificar a quienes vivieron y aún viven las consecuencias de la Conquista.