Al revisar los fundamentos de la ética, surgieron varios conflictos internos. Sentí tensión entre querer actuar siempre con justicia, como propone Kant, y mi necesidad profunda de atender las emociones y realidades de cada persona, que a veces no encajan en reglas universales tan rígidas.
El utilitarismo me hizo cuestionarme mucho: me dolió pensar en situaciones donde alguien puede sufrir “por el bien de la mayoría”, porque para mí cada vida tiene un valor único que no debería ponerse en una balanza. No me sentí cómoda pensando que el dolor de unos puede justificarse si otros están mejor.
Con la ética del cuidado, aunque sentí afinidad, también apareció un conflicto: ¿qué pasa cuando cuidar a los demás me hace olvidarme de mí misma? ¿Cómo equilibrar la compasión con el respeto propio? Me di cuenta de que mi deseo de proteger y acompañar puede hacerme vulnerable si no encuentro límites sanos.
En el fondo, lo que más me movió fue darme cuenta de que no quiero elegir entre el deber, el bien común o el cuidado: quiero ser una persona que actúe desde el amor, la empatía y el respeto profundo por cada ser humano, pero también de una manera justa y consciente.