La valoración del estado hídrico en los pacientes representa un componente esencial del análisis clínico y bioquímico, ya que el agua constituye entre el 50 % y el 70 % del peso corporal y cumple un papel clave en la homeostasis celular, la perfusión de los tejidos y el funcionamiento normal de los órganos (Murray et al., 2018). Este equilibrio se basa en la adecuada proporción entre el ingreso y la eliminación de líquidos, y cualquier alteración puede ocasionar deshidratación o sobrehidratación, afectando funciones fisiológicas y metabólicas. Desde el enfoque clínico, este análisis se realiza mediante la cuantificación del balance hídrico, es decir, la suma de todos los líquidos administrados (por vía oral, enteral o intravenosa) y todas las pérdidas (por orina, heces, sudor, vómitos, así como pérdidas insensibles por piel y pulmones). Un balance negativo refleja pérdida de líquidos, mientras que un balance positivo indica posible retención (Haro et al., 2016).
Desde
la bioquímica, uno de los indicadores clave para evaluar el estado de
hidratación es la osmolalidad plasmática, que representa la cantidad de
solutos osmóticamente activos por kilogramo de agua. Esta suele
calcularse mediante la fórmula: osmolalidad = 2 × [Na⁺] + [glucosa]/18 +
[urea]/2.8, y se considera normal un rango entre 275 y 295 mOsm/kg
(Haro et al., 2016; Murray et al., 2018). Una osmolalidad aumentada
sugiere déficit de agua (hiperosmolaridad), mientras que una disminuida
puede reflejar exceso de agua (hipoosmolaridad). El sodio en sangre es
el principal responsable de la osmolalidad extracelular, y su
concentración se regula gracias a la acción conjunta de la hormona
antidiurética (ADH) y el sistema renina-angiotensina-aldosterona. La
hipernatremia suele estar relacionada con una pérdida de agua libre o
con una ingesta insuficiente, y la hiponatremia, con un exceso relativo
de agua en el organismo (Devlin, 2011).
Otros parámetros bioquímicos relevantes son el nitrógeno ureico en sangre (BUN) y la creatinina plasmática; la relación entre ambos tiende a elevarse en estados de hipovolemia, debido a que la reabsorción de urea aumenta mientras que los niveles de creatinina permanecen estables. El estudio de la orina también aporta datos importantes: tanto la osmolalidad como la densidad urinaria revelan la capacidad del riñón para concentrar o diluir la orina. Por ejemplo, en un paciente con deshidratación, la presencia de una orina concentrada indica que la ADH está actuando adecuadamente (Murray et al., 2018).
La hormona antidiurética (vasopresina), liberada por la neurohipófisis ante un incremento en la osmolalidad plasmática, favorece la reabsorción de agua en los túbulos colectores renales, ayudando a conservar el líquido corporal y a reducir la osmolalidad (Haro et al., 2016). En paralelo, la aldosterona, secretada por la corteza suprarrenal, estimula la reabsorción de sodio y agua y la eliminación de potasio como respuesta a una disminución en el volumen circulante efectivo. Ambos sistemas hormonales participan activamente en la regulación del equilibrio de líquidos y electrolitos, como se detalla en la bioquímica fisiológica.
En
resumen, la evaluación del estado hídrico de un paciente debe
contemplar un enfoque integral que combine la observación clínica (como
peso, presión arterial, turgencia cutánea y estado de las mucosas),
parámetros de laboratorio (como electrolitos, función renal y
osmolalidad) y el conocimiento de los mecanismos hormonales reguladores.
Una correcta interpretación de estos factores permite detectar a tiempo
alteraciones en la hidratación que podrían poner en riesgo la vida del
paciente.
Referencias:
Sagalés, M. (2017). Equilibrio hídrico: Balance de fluidos. [PDF]. sefh. chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/https://www.sefh.es/eventos/62congreso/img/NUTRICION-2_Maria_Sagales.pdf