Si tuviera que definirme dentro del espíritu del Romanticismo, diría que sí, me considero una persona bastante romántica. No solo en el sentido amoroso tradicional, sino en esa forma intensa y apasionada de vivir las emociones, que caracteriza a los románticos. Me conmueve profundamente la belleza de las cosas simples: una carta escrita a mano, una canción que expresa lo que las palabras no pueden, o el silencio compartido con alguien especial. Creo que el amor, cuando es auténtico, es una fuerza poderosa que puede inspirar las más grandes locuras y gestos sublimes, tal como lo entendían los autores del Romanticismo.
Si me preguntaran qué estaría dispuesto a hacer por amor, diría que muchas cosas: escribir cartas interminables, viajar largas distancias solo para ver a alguien unos minutos, o incluso esperar pacientemente, como lo harían los personajes románticos que idealizaban el amor más allá de lo tangible. No se trata de sacrificios vacíos, sino de actos que nacen de un sentimiento profundo, casi espiritual, que desafía la lógica y se guía por la emoción.
Los románticos valoraban el amor como una experiencia única y desgarradora, a menudo imposible, pero siempre intensa. En ese sentido, me identifico mucho con esa visión: para mí, amar no es algo superficial ni pasajero, sino una entrega emocional que transforma, que cambia la forma de ver el mundo. Tal vez suene exagerado y probablemente lo sea, pero también es cierto que los sentimientos más reales no siempre son racionales.
En definitiva, el Romanticismo me interpela porque me recuerda que sentir profundamente no es una debilidad, sino una forma auténtica de existir. Por amor, uno se vuelve más humano, más consciente de su vulnerabilidad, y también más capaz de crear belleza. Quizás eso sea lo más romántico de todo: creer que el amor, con sus luces y sombras, vale siempre la pena.