El origen del curriculo se remonta a tiempos antiguos, aunque el término en sí empezó a usarse con más fuerza en el siglo XVII. Al principio, el currículo estaba muy ligado a lo religioso y a la formación del carácter moral, especialmente en instituciones como las escuelas monásticas. Con el paso del tiempo, y conforme cambió la manera de entender la educación, también cambió el enfoque del currículo.
El currículo es más que una lista de contenidos. Es, en muchos sentidos, una declaración ideológica. Enseñar literatura no es solo un acto académico, también es político. Incluir educación ambiental no se trata únicamente de formar ecologistas, sino de intentar que el ser humano aprenda a coexistir con su entorno, tanto desde el aprendizaje como desde una conciencia social.
Cada cambio curricular revela hacia dónde cree moverse una sociedad… o hacia dónde quiere creer que se mueve.
Sin embargo, seguimos arrastrando tensiones. Por un lado, el deseo de formar sujetos críticos, por el otro, la presión de formar trabajadores competentes. A veces ambas cosas coinciden, otras no tanto. Y la educación no siempre logra resolver esa contradicción.
El currículo no es una verdad revelada ni un conjunto neutro de contenidos. Es una estructura moldeada por su tiempo, que avanza con el ideal de una mejor educación y formación profesional. Una estructura que se transforma con cada reforma para integrar, cada vez más, al ser humano como ser complejo y social.
Y aunque a veces parezca solo un listado de contenidos, es más que una herramienta educativa, sigue siendo la mejor brújula que tenemos tanto docentes como estudiantes para decidir, colectivamente, qué merece ser aprendido.